Cuando María Dolores veía al esclavo José Rufino Parra moverse por el traspatio, cargando una tinaja de agua o un fardo de provisiones, con el torso desnudo y sudoroso, sentía una secuencia de punzadas que bajaban y subían entre su pecho y su entrepierna. Su padre y su madrastra le habían pedido varias veces que dejara en paz al pobre negro. La madrastra tenía sus dudas, pero José Rafael de Zayas la consideraba sólo una niña juguetona, intentando llamar la atención. La prematura muerte de su primera esposa le había privado del afecto materno, y ahora le podían los celos, sobre todo desde que vino al mundo Rafaelito. Pronto, se decía, va a tomar consciencia de su posición social y a renegar de este capricho absurdo y momentáneo. Ya la veremos aficionarse a los bailes, a las galanterías de los salones, dejarse cortejar por algún señorito de su misma condición… Con suerte, se casará con uno de los sobrinos de Armenteros, o quién sabe si hasta con el hijo del Conde de Peñalver.

Por eso, cuando el esclavo osó entrar en su biblioteca, y hablarle en tono confidencial sobre las intenciones que tenía la muchachita, Zayas se sintió profundamente indignado. Ningún antepasado suyo se había remezclado con alguien de esa raza indigna, y esperaba que tampoco lo hicieran jamás sus descendientes, por los siglos de los siglos. Menos, claro está, su hija más pequeña, que por ser mujer le debía mucho más a su honra. El esclavo sólo le pidió humildemente licencia para buscar otro amo, como establecía la ley en ciertas circunstancias, para poder alejarse de la tentación. Pero a él le pareció advertir un secreto regocijo, un extraño orgullo de macho y príncipe africano. Estaba convencido de que su hija era incapaz de cometer tal desatino, lo que le molestaba era que el negro hubiera llegado a semejante conclusión. Que valiera tan poco ante sus ojos el honor de María Dolores y de toda la familia, como para insinuar que si no caía rendida a sus pies, era porque él evitaba cuidadosamente sus acechanzas. No, si encima tendrían que darle hasta las gracias.
Balbuceó que sólo eran cosas de chiquilla, quitándole yerro al asunto, y lo mandó a hacer recados. Nada que fuera importante, sólo que no quería tenerlo cerca mientras se le pasaba el enojo. Contempló la llave de oro que lo acreditaba como gentilhombre de Cámara del Rey, título que pocos años atrás le había otorgado Fernando VII. Colocársela en la cintura solía calmar sus preocupaciones. El mundo estaba cambiando para mal. Augustas instituciones, como la de la Santa Hermandad, de la que se preciaba de ser alcalde, parecían destinadas a desaparecer. Pero él tenía la confianza del Rey, y el Rey seguía reinando. Esta le pareció suficiente razón para considerar que no tenía nada que temer respecto a María Dolores. Era zalamera y cándida al mismo tiempo, rebelde en los actos superficiales, pero obediente en su fuero interno a los principios sociales fundamentales.

A estas alturas de sus reflexiones, ya José Rufino estaba de regreso. El esclavo se sentía algo más aliviado, tras seguir el consejo de su madre, María de Jesús Estrada, y de su hermana, Juana de Silva. La familia ni siquiera se identificaba por sus apellidos, porque los esclavos recibían los de sus amos, pero había una comunión de almas que les permitía sobreponerse a las adversidades. José Rufino, a pesar de su condición, llevó hasta entonces una vida tranquila. Sus primeros amos propiciaron que aprendiera a leer y a escribir, lo que hacía con gran soltura y elegante dominio del lenguaje. Bajo la égida de Florentino Armenteros pudo continuar sin grandes sobresaltos sus aficiones. Por eso no estuvo contento cuando fue vendido a Zayas, a pesar de que el hombre parecía benevolente. Ahora, dudaba de si debía haber sido más convincente, mostrándole las cartas de amor de la chiquilla. Las llevaba atadas con un lazo rojo en el bolsillo interno de la chaqueta, pero en el último momento había desistido, para no traicionarla. Sentía por ella una innata reverencia, y algo más que no se atrevía a confesarse siquiera a sí mismo.
Nunca supo si Zayas había reprendido a María Dolores. En su semblante nada la delataba, pero desde entonces la vio siempre acompañada de alguna criada. Sin embargo, pasaron los días y la vigilancia se fue relajando. Al principiar el mes de octubre de 1832, Zayas partió para su ingenio en Guanajay, donde debía atender asuntos relacionados con la próxima zafra. La madrastra, aunque recelosa, dedicaba toda su atención al pequeño Rafaelito, que tenía ya 3 años. Llegó el sábado y la familia se alistó para asistir a un baile organizado por el gobierno, en honor al cumpleaños de la infanta Isabel. María Dolores, a última hora, pretextó una fuerte jaqueca y se quedó en casa. Sabía que José Rufino tenía permiso para ir a una verbena, pero solía marcharse algo más tarde.
Esperó a que la noche se hiciera más oscura. Se acercó a su cuartucho en silencio, sin llevar lumbre. José Rufino acababa de apagar la suya y abría de par en par la ventana. Sin saber cómo, empezaron a besarse y a estrujarse frenéticamente, como si de verdad quisieran amalgamar de una vez todas las razas. A tientas, él iba metiendo manos y lenguas por donde podía, mientras caían y se mezclaban también los atuendos de señorita y los harapos de esclavo. Ella sintió entonces la urgencia de su carne, que seguía inflamándose. El dolor de la transfixión la venció apenas unos segundos, y abrió más las piernas.
—No sé por qué quieres esto de mí, si para ustedes los blancos nosotros somos como animales —profirió José Rufino con toda la rabia y todo el deseo que tenía en sus entrañas.
—Sí, Rufino, eres un animal, y yo también soy un animal.
Entonces la revolcó en la paja del colchón, sobándola por todas partes y llegando con su verga lo más profundo que podía. Era un placer sin asideros, en el que seguía estremeciéndose cuando él la inundó por completo.
Fue entonces que María Dolores descubrió que eso era realmente lo que quería, lo que anhelaba cuando miraba con picardía al esclavo o le hacía una carantoña. Pero no, no lo había planeado. No pretendía deshonrar a la familia ni hacer sufrir a su padre. Era la naturaleza o Dios mismo quien la impulsaba. Años después, cuando la melancolía era ya su única compañera, y había en su vida todos los ingredientes para cocer un amargo y definitivo arrepentimiento, un solo pensamiento la consolaba: Nadie de su clase, de su círculo, tuvo más vida dentro de sí, más goce ni plenitud que la suya, cuando era acometida con toda la fuerza ancestral de José Rufino.
Zayas volvió del Ingenio, y no notó ningún cambio en el comportamiento de su hija. Tampoco se dio cuenta de que en pocas semanas había dejado de ponerse sus vestidos preferidos, sustituyéndolos por otros más holgados en la zona del vientre. No hubo náuseas ni trasnochados antojos. La criatura de María Dolores continuó alimentándose con la savia de su negro, cómo gustaba de llamarlo, hasta que fue demasiado. Nadie se había atrevido a comunicárselo al patriarca de la familia, pero ya se notaba que el parto podía ser inminente. Los amantes, en esas condiciones, estaban planeando la huida. Una esclava le había informado de todo a la madrastra, que apenas dormía, sin saber qué hacer. Cierta noche, tras escuchar ruidos, caminó sigilosamente hasta el establo. José Rufino estaba ensillando los caballos, mirando de rato en rato hacia la ventana de la chiquilla. No se le ocurrió otra cosa que gritar, a todo pulmón, el nombre de su esposo, entre una retahíla de palabras sin sentido, hasta que la familia entera acudió al salón.
José Rafael se enteró de todo así de golpe, y envejeció como diez años en pocos minutos. Era tal la ira y la vergüenza, que sólo apretaba los puños, temblando y maldiciendo. Mandó a que recluyeran a José Rufino en el ingenio, donde sería vigilado estrechamente por su mayoral de confianza, para que no hablara con nadie. Meses después iría al presidio de las Canteras, y más tarde a la prisión del Arsenal, que le parecía más segura. Siendo esclavo, no procedía un juicio como el de cualquier otro acusado, pero sí era necesario esgrimir un motivo. José Rafael, con medias palabras, dio a entender que se trataba de un intento de violación, impedido a tiempo, junto con un plan de fuga. Tras muchas vacilaciones, decidió que José Rufino podía pasar a servir a otro amo, con la condición de que abandonara el país.
Entretanto, José Rufino temía por su vida. De hecho, estando en la cárcel recibió dos puñaladas anónimas. Su caso fue conocido por varios capitanes generales. A principios de 1834, Mariano Ricafort escuchó en privado el verídico relato de los hechos, contado por su madre y su hermana, quienes se quejaban de los malos tratos que estaba sufriendo el esclavo. Las autoridades encontraron el modo de hacerlas callar, para proteger la honra de la familia Zayas. Años después, Miguel de Tacón le concedió audiencia al detenido, y llegó a creer en su palabra. Consideró que José Rufino merecía ser libre, pero exiliado para siempre de su tierra. En 1838 lo enviaron a Cádiz. Una vez allí, la regente María Cristina dispuso que marchara a Puerto Rico.

En Cuba, José Rafael de Zayas hizo desaparecer las comprometedoras cartas de su hija, y logró que le entregaran los documentos del proceso. Tal fue así, que en 1853 el Capitán General Valentín Cañedo no pudo encontrar antecedente alguno que explicara el exilio de José Rufino. Ya Zayas y su hija habían abandonado este mundo, por lo que el otrora esclavo rogaba que se le permitiera regresar junto a los suyos. No sabemos si pudo conseguir esta gracia, siendo un hombre que, como él mismo decía, llevaba la adversidad atada a su sombra.
A pesar de todas las diligencias de Zayas, algo se filtró en la sociedad habanera, sedienta de dimes y diretes. En la secretaría de gobierno, los jóvenes bromeaban a su costa. Más que la llave de la cámara del rey —decían entre risas quedas— le habría valido un candado para cerrar la de su hija. El escándalo salpicó a la la familia. La primogénita, María Teresa, nunca perdonó a María Dolores. Por su culpa no pudo casarse con su prometido, ya que la familia se opuso. Una hermana díscola la colocaba también a ella en entredicho. Más tarde logró contraer matrimonio, pero con un segundón que antes no hubiera sido digno de besarle los pies. José Rafael nunca superó este trance. En cierto modo, se condolía de la desgracia de su hija, aunque fuera la causante de toda su desdicha. Había perdido para siempre la posibilidad de amar, como mujer y como madre. Para tranquilizar su consciencia, desde 1833 era uno de los mayores benefactores del fondo de dotes para niñas huérfanas de la Real Casa de Beneficencia. Si alguna vez hubiera acudido a la institución, quizás se habría cruzado con María de Jesús o con Juana, quienes solían contemplar desde la verja las travesuras de una mulatica preciosa.

Nota sobre la veracidad del relato
José Rufino Parra: amores y exilios en un país de esclavos, es una historia basada en personajes y hechos reales, que ocurrieron en la década de 1830, en La Habana, Cuba. Además de la rigurosa investigación realizada, se han añadido algunos elementos de ficción para completar la trama y profundizar en la dimensión humana del conflicto.
Fuentes bibliográficas / documentales
Atendiendo a una solicitud de José Rufino Parra, esclavo que fue de José Rafael de Zayas y recluido en el Presidio de Puerto Rico, se le pone en libertad bajo condición de que no vuelva a La Habana (1839–1853). Archivo Histórico Nacional (ES.28079.AHN/16//ULTRAMAR,1625,Exp.15), Madrid, España.
Árbol genealógico de José Rafael Zayas y Jústiz. Disponible en https://www.familysearch.org/
Bermúdez Plata, C. (Dir.). (1949). Catálogo de documentos de la sección novena del Archivo General de Indias. CSIC – Escuela de Estudios Hispano-Americanos.
Expediente de deportación de Cuba de José Rufino Parra (1837–1839). Archivo Histórico Nacional (ES.28079.AHN/16//ULTRAMAR,4609,Exp.32), Madrid, España.
Real Sociedad Económica de la Habana. (1831). Acta de las juntas generales de la Real Sociedad Económica de la Habana. Imprenta del Gobierno y Capitanía General por S.M.
Santa Cruz y Mallen, F. X. de. (1942). Historia de familias cubanas (Tomo III). Editorial Hércules.
Si te interesa el tema de la esclavitud, puedes conocer otros pasajes en La cabeza del perro y Una esclava asesinada en La Habana. ¡Gracias por leer y compartir!