La cabeza del perro

Es difícil imaginar lo que significaba la esclavitud en la colonia de Cuba, en el siglo XIX, cuando a los que ostentaban el poder no parecía importarles otra cosa que producir azúcar,  mucho azúcar, aunque fuese a costa del dolor lancinante de cientos y miles de esclavos. ¿Cuánto de ese sufrimiento no pesará todavía sobre el karma que quizás arrastramos aún como país? No era sólo el trabajo forzoso y extenuante, era el control absoluto sobre la vida de seres humanos a los que se les negaba su condición misma de tales, su esencia de personas.

Muchos huían y construían palenques en los montes más intrincados, en grupos, donde intentaban sobrevivir y sortear la hostilidad reinante. Se les conocía como “cimarrones”, un término que alude precisamente a animales de conducta salvaje o indómita. Los ya cimarrones, o los esclavos fugitivos en general, podían ser cazados como si fueran bestias, de lo que se encargaban los llamados rancheadores. Este brutal “oficio” era ejercido por algunos hombres sin escrúpulos, a cambio del dinero que pagaban los esclavistas, con la ayuda de perros entrenados para ello, que solían atacar con una ferocidad aterradora.

Cuadro que representa a un cimarrón asediado por perros, de la autoría de Victor Patricio Landaluze (1830–1889), bilbaíno residente en Cuba. Se conserva en el Museo Nacional de Bellas Artes.

Una de tantas historias ocurrió en torno a 1820, en el Ingenio Santiago, de Bahía Honda, Pinar del Río. Un esclavo en fuga, esquivando un intento de captura, en inminente peligro de ser devorado o desgarrado, mató a uno de los perros que seguía su rastro. Sin embargo, poco después sus perseguidores lograron atraparlo. En represalia por la muerte del animal, el mayoral lo obligó a llevar por varios días su cabeza en descomposición colgada del cuello, incluso durante las escasas horas del sueño, teniendo que soportar el incalificable hedor. Este suplicio sin nombre, quizás peor que el cepo y que otras formas de tortura, dejaba expuesta la miserable existencia a la que los esclavos se veían sujetos, sólo por su origen y color de piel.

 Fue testigo de los acontecimientos un niño casi adolescente, quien más tarde se convertiría en un notable escritor. Se trata de Cirilo Villaverde, el autor de la emblemática novela Cecilia Valdés. No pudo olvidar nunca este incidente, que sería la más temprana razón de sus convicciones abolicionistas. En su obra literaria cumbre menciona más de una vez los castigos a que eran sometidos los esclavos, introduciendo críticas veladas o explícitas como la siguiente: “En el código no escrito de los amos de esclavos no se reconoce proporción ni medida entre los delitos y las penas. Es que no se castiga por corregir, sino por desfogar la pasión del momento; de que resulta que casi siempre se le apliquen al esclavo varias penas por un solo delito”.

Villaverde publicó la primera parte de su novela en 1839; mientras que concluyó la segunda muchos años más tarde, en los Estados Unidos, donde había fijado su residencia. En 1882 vio la luz en Nueva York la versión definitiva del texto. La esclavitud en la Isla fue abolida finalmente cuatro años después, en 1886, sin que cambiaran significativamente las condiciones de vida de este grupo social, ni cesara la discriminación por motivos de raza. Ha transcurrido más de un siglo desde el fin de esta abominable institución, pero quizás es poco tiempo para que de nuestra tierra y nuestra sangre se borre tanto horror.

Fuentes bibliográficas / documentales

Cairo Ballester, A. (Comp.) (1987). Letras. Cultura en Cuba (Vol.4). Editorial Pueblo y Educación.

Villaverde, C. (1981). Cecilia Valdés o La loma del ángel. Biblioteca Ayacucho.

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